Hoy domingo de Ramos*, iniciamos las celebraciones más importantes de nuestra fe, la Semana Santa, recordando cómo Dios, se humilló a sí mismo, cargó con nuestros pecados, los llevó a la cruz y resucitó para vivir permanentemente en medio de nosotros a través de su Espíritu Santo y llevarnos con Él a la gloria eterna. Él nos mostró que el camino requiere humildad y  obediencia.

La humildad nos lleva a reconocer el poder y el amor de Dios y que nosotros somos sus hijos que necesitamos su luz, su sabiduría, su amor para dejarnos conducir por el camino del bien, la verdad y la vida eterna. 

La obediencia nos ayuda a comprender que existen leyes naturales y divinas a las que necesitamos supeditar nuestra vida, si queremos disfrutar de la alegría de pertenecer a los hijos de Dios, y que por el contrario, contradecirlas,  es permitir que el mal nos gobierne, nos esclavice y nos conduzca hasta la muerte eterna. Jesús mostró que a través de la obediencia al Padre,  hasta las últimas consecuencias de la cruz, ayudaba al género humano a su redención. “Cristo, Señor nuestro, siendo inocente, se dignó padecer por los pecadores y fue injustamente condenado por salvar a los culpables; con su muerte borró nuestros delitos y, resucitando, conquistó nuestra justificación”.

Igual nosotros, si obedecemos a Dios por amor, podemos ser mediadores de bendiciones que nos acerquen más a Él, aunque nos corresponda ofrecer sacrificios, renuncias y dificultades en esta vida.

La humildad y la obediencia se expresan en los asuntos cotidianos de la vida. Hacer oración frecuente y constante, que la vida sea una oración, para que vivamos siempre en presencia de Dios, con nuestras conciencias despiertas para detectar con prontitud su voluntad y acogernos a ella. También, aprovechando con frecuencia los sacramentos de la confesión y eucaristía, para que Cristo pueda habitar en nosotros y nos vaya  ayudando a purificar nuestros pensamientos, sentimientos, intenciones y acciones y nos conduzcan a Él. 

Acompañemos con amor a Jesús esta Semana Santa, participando con fe en sus misterios y así podamos transformarnos y a nuestra sociedad, para que viviendo más coherentemente unidos a Cristo, encarnemos los valores cristianos y construyamos realidades mejores para quienes nos rodean. 

Ante las dificultades y problemas repitamos con Jesús esta oración: “Padre, tú lo puedes todo: aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”, porque comprendemos que Dios sabe más lo que conviene para la redención de más almas y en la vida de un cristiano, todo debe estar ordenado a la salvación de las almas y a la felicidad eterna.

*Mc 11, 1-10; Is 50, 4-7; Sal 21; Fil 2, 6-11; Mc14, 1—15, 47

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