En las lecturas de hoy* meditamos sobre los santos que ya disfrutan de la gloria del cielo. Hay muchos santos que tal vez no se hicieron famosos, ni hicieron milagros notorios, ni fueron canonizados, pero que en la sencillez de sus vidas supieron ser obedientes a Dios y a sus leyes, abiertos a la gracia y a la acción del Espíritu Santo a través de los sacramentos, reflejando su amor e integridad en una vida cotidiana, confiando en la providencia de Dios.
Todos estamos llamados a la santidad. Es la razón de nuestra existencia, para que participemos de la gloria desde esta vida y cuando concluyamos podamos participar de la gloria eterna junto a Dios. San Josemaría Escrivá de Balaguer, desde los años treinta, proclamó con una fuerza inusitada, la llamada universal a la santidad, el mensaje de que el trabajo, la vida de familia y las relaciones sociales son caminos de santidad.
San Juan nos relata que al ver la multitud de personas en el cielo preguntó quiénes eran: «Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero.»
Los santos son quienes viven las bienaventuranzas: los de corazón puro, los pobres de espíritu porque ponen su confianza en Dios; quienes viven la mansedumbre; los que trabajan por la paz, quienes son perseguidos por la justicia por defender la fe, quienes son injuriados o calumniados. Jesús dice a quienes viven esta situación: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.
Jesús también nos invita a cuidar de los demás como si fuera a él mismo “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, era forastero y me alojaste, estuve enfermo o en la cárcel y viniste a mí”.
Los santos reflejan vidas alegres, luminosas, transformadoras de las personas a su alrededor, saben unir sus sufrimientos a la cruz de Jesucristo. Tal vez incluso, cometieron muchos errores y pecados, pero supieron regresar arrepentidos a Dios.
Los santos viven muy concentrados en aprovechar esta vida, combinando oración y acción, cumpliendo la voluntad de Dios, dejándose llenar el corazón y sus obras por la acción santificadora del Espíritu Santo, con la mirada puesta en la eternidad.
Dios es el único santo en sí mismo. Nosotros tendríamos la oportunidad de serlo si vivimos en comunión de amor, reconociéndonos sus hijos, gracias a la sangre de su Hijo, por la acción del Espíritu Santo.
Aspiremos con gozo al cielo y repitamos como los santos: «Amén, alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos, amén.»
*Ap 7,2-4.9-14; Sal 23,1-2.3-4ab.5-6; Jn (3,1-3); Mt (5,1-12); Mt 25, 35-45