Lo que más necesitamos en nuestra vida es la sabiduría. Esa que pidió Salomón y fue fuente de muchas bendiciones mientras se mantuvo fiel a ella. Dios le ofreció que le pidiera lo que quisiera y él le pidió un corazón dócil para gobernar a su pueblo, para discernir el bien del mal; Dios le concedió un corazón sabio e inteligente. Pensemos que Dios nos dice ahora mismo a todos: “pídeme lo que quieras” …
¿Qué le pides? Generalmente pedimos salud, vida, felicidad y a veces se nos olvida pedir la fuente de todos los bienes, la sabiduría que proviene de Dios, de su Espíritu Santo viviendo en nosotros. La sabiduría nos une a Jesucristo para que comprendamos que, en Él todo sirve para el bien, nos perdona con su sangre redentora y nos glorifica. Él es la rectitud perfecta y reconocer su poder es la raíz de la inmortalidad.
Dios nos creó para ser felices, para participar de su bondad y de su amor, para ser santos en su presencia. Dejar que Dios actúe en el alma, es la fuente de la sabiduría. Él nos ha expresado que quiere que todos nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad. “Darle a la sabiduría la primacía de los pensamientos es prudencia consumada”.
El salmo hoy nos invita a amar la voluntad de Dios y guardar sus palabras en el alma porque nos ilumina y da inteligencia y su bondad nos consuela.
En el evangelio nos vuelve a poner énfasis en el Reino de los cielos, que es un tesoro que, si lo descubrimos, lo damos todo por él, renunciamos a las banalidades; también lo compara con una red que coge muchos peces pero que luego selecciona los que sirven y los demás se tiran y así será al final de los tiempos con quienes vivan conforme a la sabiduría de Dios y quienes no.
La sabiduría nos ayuda a vivir el día a día siempre con gozo, amor, esperanza, buscando agradar a Dios y siendo parte de su familia, escuchando la Palabra de Dios, guardándola en el corazón y poniéndola en práctica.
¿Qué nos cierra a la fe y a la sabiduría? Nuestro pecado. Aferrarnos con orgullo a nuestros conocimientos, a nuestra manera de vivir que a veces le da espacio a la envidia, la gula, la soberbia, la maledicencia, la lujuria, la vanidad, la pereza y tantos vicios y pecados que nos endurecen el corazón a la fe y nos impiden valorar que somos hechos a imagen y semejanza de Dios, con capacidad de heredar los bienes eternos de la sabiduría, entendimiento, piedad, consejo, temor de Dios, fortaleza, ciencia y producir los frutos de amor, paz, gozo, mansedumbre, magnanimidad y tantos otros que nos regala el Espíritu Santo.
Pidamos a Dios la Sabiduría y vivamos en su presencia, alimentándonos con su Palabra y sus sacramentos, así seremos dóciles a la felicidad que inicia en este mundo y dura hasta la eternidad.
*1 Re 3, 5.7-12; Sab 6, 12-16; Sal 118; Rom 8,28-30; Mt 13,44-52