En un mundo en el que se quiere promover los antivalores, sin distinguir el bien del mal, con propuestas de placer que solo dejan enfermos el cuerpo y el alma y vacío el corazón, en el que se pretende irrespetar hasta el derecho a la inocencia de los niños, exponiéndolos a peligros y queriéndoles invadirles su criterio con ideologías absurdas, Jesucristo sigue siendo la esperanza a que la humanidad vuelva por su camino de valores, de búsqueda de la verdad, de instauración de la civilización del amor, la paz y la plenitud, purificándonos, motivándonos a unirnos a Él y haciéndonos pregustar lo que nos espera en el cielo, aunque en este mundo implique sacrificios y persecuciones.
Vemos cada día testimonios de personas que han caído bajo dejándose tentar por las propuestas indecentes del mundo y al encontrarse con Jesucristo han dado un vuelco a sus vidas, y al sentirse amados por Dios y recuperar el sentido para sus vidas, se llenan de coraje para trabajar por los valores del reino de los cielos, comprendiendo que solo el bien y la bondad de Dios proporciona la verdadera felicidad y plenitud y pone radiante el corazón.
Las lecturas de hoy nos permiten ver a Jesús radiante, transfigurado, conversando con Moisés y Elías, antes de su pasión, alimentando la esperanza de sus discípulos, para comprender las palabras del profeta Daniel: “Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. Dice San Pedro: “Señor, ¡qué bien se está aquí!”.
San Pedro dando testimonio de ese momento tan especial dice que escuchó: “Éste es mi Hijo amado, mi predilecto”. Agregó: “Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada”. “Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día, y el lucero nazca en vuestros corazones”.
Jesucristo le da sentido a nuestra existencia. Seguirlo implica creerle, amarlo, oírle, recibirlo en comunión para que el Espíritu Santo trabaje desde nuestro interior y nos vaya moldeando para irradiarlo en nuestra vida hacia los demás.
En la vida cotidiana, con nuestros hábitos diarios, en la distribución de nuestras prioridades y de nuestro tiempo, en nuestras relaciones con los demás, en el cuidado integral de nosotros, de nuestras familias y de nuestra sociedad evidenciamos la diferencia tan grande que hace cuando lo hacemos en comunión de amor con Dios o cuando lo hacemos solo desde nuestra humanidad. Con Él, todo se hace más radiante, hasta los detalles más pequeños, sin Él, todo pierde trascendencia, hasta las acciones más grandes.
El amor de Dios es lo que hace más radiante la existencia humana.
*Dn 7,9-10.13-14; Sal 96; 2 Pe 1,16-19; Mt 17,1-9