En la anterior columna, planteamos la importancia de planear el año creciendo en el amor a Dios primero y por Él a los demás; viviendo nuestra misión integral, poniéndonos metas en las áreas físicas, mentales, emocionales y espirituales, consultadas en oración a Dios, dispuestos a hacer siempre su voluntad, creciendo en virtudes humanas y sobrenaturales y trabajando nuestras relaciones interpersonales en el ámbito familiar, laboral y social, con propósitos de ser mejores personas cada día desde nuestro interior e incidir positivamente en la sociedad.

Poner a Dios como prioridad, buscar que todo nuestro trabajo esté alineado con las metas superiores sobrenaturales nos lleva a participar de su luz para discernir el bien del mal, disfrutar de un gozo mucho mayor que las satisfacciones personales por metas menores o por complacernos a nosotros mismos y encaminar nuestra vida a lo que permanece hasta la vida eterna, gracias a la salvación que ganó Jesucristo para nosotros.

Las metas trascendentes nos llevan a reconocer la interconexión que hay entre lo que somos, pensamos, decimos y hacemos, a valorar la interdependencia que tenemos con los demás y a trabajar por nuestra santificación para disfrutar de la gloria eterna. “Lo que deseamos es habitar la casa del Señor, todos los días de nuestra vida” *. Lo que hagamos o dejemos de hacer es trascendente para nuestra vida y la de los demás y puede ser camino a la felicidad verdadera o de distracción o alejamiento respecto a ésta.

No hay que esperar el momento de nuestra partida de este mundo para habitar con Dios, se empieza a experimentar desde ahora, al menos en parte, viviendo en comunión de amor con Él y los demás, obedeciendo las leyes divinas, aprovechando los sacramentos y ayudas de la gracia.

Jesucristo nos abre el cielo para hacernos partícipes de su bienaventuranza, de su resurrección, de su felicidad. A veces queremos estancarnos en soluciones parciales a nuestras necesidades que no son coherentes con sus enseñanzas y que nos cierran a los regalos maravillosos que Dios nos ofrece, eso sí, seguirlo, a veces implica renuncias, sacrificios, persecuciones de quienes no les interesa que el bien se promueva en el mundo. Pero esas vivencias las aceptamos con esperanza y fortaleza, Él nos dice: “¡Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo!”

Jesucristo es nuestra luz, gozo y salvación. “El pueblo habitaba en tinieblas y vio una luz grande”. Él nos llama para que nos convirtamos y disfrutemos del Reino de los Cielos. Nos anima a ser activos colaboradores para hacerlo conocer y trabajar por su reino de justicia, paz y plenitud en el amor.

*Is 8, 23b-9,3; Sal 26, 1-4.13-14; Cor 1, 10-13.17; Mt 4, 12-23

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