Todos quisiéramos un mundo mejor: Con más oportunidades para todos. Donde cada niño sea amado, cuidado, respetado, motivado, animado a sacar y desarrollar lo mejor de sí mismo. Donde los padres se amen y lo irradien a sus hijos, estimulándolos y dándoles ejemplo de vida virtuosa y convivencia armoniosa. La vida familiar es fundamental para nuestra vida y para ir sembrando las semillas del bien, la verdad, la justicia, la honestidad, el respeto, la alegría, la paz.
Hoy* pudiéramos malinterpretar las palabras de Jesús, porque pareciera que nos estuviera diciendo lo contrario: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o su hija más que a mí, no es digno de mí, y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”.
Jesucristo nos está enseñando precisamente el camino del amor verdadero. Si nosotros queremos más a nuestros padres o a nuestros hijos que a Dios, podemos en algún momento justificar algo que sea contrario al bien, por causa de ellos y al no alimentarnos de la fuente del amor, el amor no será pleno. En cambio, si el amor a Dios va primero, Él despertará nuestras conciencias para que ordenemos nuestros pensamientos, sentimientos, intenciones, decisiones y afectos hacia el bien, el amor, la verdad, todo lo bueno, entonces nuestro amor por los demás, empezando por nuestra familia, será más auténtico, porque es un amor que propicia solo cosas buenas para los demás y nos ayuda a ser mejores personas.
La vida en esta tierra, tiene dificultades, problemas, contradicciones, dolores, injusticias, es la cruz que necesitamos abrazar y asumir con obediencia y amor, siguiendo a Jesús, quien de su muerte de cruz, sacó los frutos de redención y resurrección para quienes quieran seguirlo. Nos dice San Pablo:”… para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”.
Dios en el primer lugar, nos hace experimentar el gozo de su presencia y de su amor, nos ayuda a no encerrarnos en nuestro egoísmo, orgullo, lujuria, y demás males que disminuyen nuestra capacidad de amar y nos hacen daño y a los demás.
Al poner a Nuestro Señor como el primero en nuestra vida, ensanchamos nuestra capacidad de amar, irradiando su amor a través de nosotros, empezando por nuestra familia, procurando coherencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos, y logrando transformaciones en nuestro interior y a nuestro alrededor, que sin Él, serían imposibles.
La esperanza de un mundo mejor, empieza por poner a Dios en el centro de nuestro corazón, de nuestra familia y de nuestra sociedad y asumir la cruz con amor como medio de seguirlo. ¡María es el mejor ejemplo!
2R 4, 8-11. 14-16; Sal 88; Ro 6, 3-4. 8-11; Mt 10, 37-42