Nada más miedoso que estar en un barco que experimenta los embates del mal tiempo y parece zozobrar.  Nos gusta que las circunstancias siempre sean manejables por nosotros y podamos controlarlas, pero la vida nos presenta algunas que están bajo nuestro control y muchas otras que no.

Así están los discípulos hoy con Jesús*. Van en una barca y se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua, mientras Jesús dormía en la popa sobre un cabezal. Le dicen: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”.

Jesús al entregar su vida en la cruz, demuestra claramente que no quiere que perezcamos, lo contrario, quiere para nosotros la vida eterna. Mucho más allá de lo que sucedió en el momento que con su sola Palabra la tempestad se calmó totalmente, Jesús viene a calmar tempestades más graves, aquellas que repercuten sobre el destino de nuestras almas.

Cristo nos recuerda San Pablo, nos hace criaturas nuevas, si morimos con Él, resucitaremos con Él.  Con esa certeza en el corazón, las tormentas de la vida nos golpean más suavemente. Confiando en Él nuestra vida y nuestra voluntad, sabemos que estamos aferrados a lo único que permanece, su Amor. Me encanta cuando San Pablo dice, “cuando estoy más débil, soy más fuerte, porque me apoyo en el Señor”. Lo hemos vivido, los momentos más duros de nuestra vida, apoyados en Él, nos sentimos sostenidos y fortalecidos.

Cada persona enfrenta momentos muy satisfactorios y momentos difíciles. En ambas circunstancias, se experimenta la importancia en depositar la confianza y el amor en Dios. En los momentos felices porque nos ayuda a ser conscientes de ellos con gratitud, eso ensancha el corazón para sentir la bendición y hacernos instrumentos de bendiciones para otros. Cuando enfrentamos los momentos de dificultades y dolores la fe en un Dios que nos ama nos sostiene.

Jesús en sus diferentes manifestaciones a través de diferentes santos de todas las épocas nos invita a poner nuestra confianza en Él. Confiar en su Divina Providencia, confiar en su amor por nosotros, su compañía, su gracia, que está verdaderamente presente cuando lo visitamos en el Santísimo, cuando lo recibimos en la Eucaristía, cuando buscamos su perdón en la confesión, cuando nos comunicamos con Él en la oración, cuando leemos su Palabra está respondiendo a las necesidades de luz. 

Que aprendamos a tener la docilidad de María, quien puso su alma a disposición del “hágase según tu palabra” y aunque enfrentó los duros momentos de la pasión y muerte de Nuestro Señor, pudo evidenciar su resurrección y gloria y nos quiere llevar con Jesús a disfrutarla también. ¡Sagrado corazón de Jesús, en ti confío! ¡Fortalece siempre nuestra fe!

*Jb 38, 1.8-11; Sal106; 2 Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41

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