El enemigo número uno del hombre es la soberbia; se manifiesta de diferentes formas, la más grave es frente a Dios, porque lleva a creer que no lo necesitamos a Él ni a su plan de salvación. En el mundo cotidiano la soberbia se manifiesta cuando creemos que somos superiores a otros seres humanos y que podemos pasar por encima de sus derechos. También se da cuando creemos que nos las sabemos todas y no estamos abiertos al aprendizaje y a la mejora continua, ni escuchamos, ni valoramos a los demás, ni pedimos perdón cuando nos equivocamos.
Por eso cultivar la virtud de la humildad es la mejor receta para esa soberbia que nos obnubila. Humildad primero frente a Dios, abriéndonos a sus enseñanzas, siguiendo sus caminos obedientes a sus mandamientos, aprendiendo cada día, pidiendo perdón y sanando, para que se cumpla su voluntad de salvarnos y llevarnos a compartir la eternidad junto a Él.
La humildad también se expresa valorando a cada persona como creada a imagen y semejanza de Dios, independiente de sus condiciones, creencias, comportamientos, merecedora de nuestra consideración, empatía, generosidad y respeto.
Venimos a esta vida a aprender a amar a Dios y a los demás, así como a nosotros mismos. Nos enseñan las lecturas de la cuaresma que la humildad es una condición para lograr esa armonía entre los tres amores, poniendo siempre de primero el amor a Dios, llenándonos de Él y expresándolo en el amor cada vez mayor a los demás, y como eso genera para nosotros el máximo bien, por ende, lo hacemos también para amarnos mejor a nosotros mismos.
En las lecturas de hoy* vemos a Jesús molesto por el irrespeto en el templo al utilizarlo para asuntos diferentes a la gloria de Dios. Nos hace pensar en la importancia del templo de nuestra Iglesia y el de nuestra alma, que requiere ser limpiado de todo lo que no ponga a Dios en el centro. Nos invita a revisar los ídolos que permitimos que ocupen el lugar de Dios y cuidarnos para que nuestra alma recupere la limpieza y transparencia para que Dios pueda reinar en ella.
Jesús nos presenta muchas paradojas que en el mundo pueden sonar contradictorias y que requieren de humildad para poder aceptarlas y vivirlas. Muchos no entienden la paradoja que lleva implícita la cruz, un Dios aparentemente derrotado y humillado, pero que precisamente esa obediencia llevada al extremo es la mayor expresión de amor y fuente de vida eterna para todos nosotros.
Seamos humildes ante Dios y dejémonos salvar por Él. Seamos humildes con los demás y aprendamos a relacionarnos cada día mejor con todos, aprendiendo de cada uno y valorando a cada criatura de Dios.
*Ex 20, 1-17; Sal 18; Cor 1,22-25; Jn 2, 13-25