“Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón.» *
Estamos inmersos en muchas realidades y requerimos con frecuencia profundizar nuestra mirada para ver no solo las apariencias, sino la profundidad de nuestro ser; observar si brota del corazón amor o resentimientos o indiferencia; si manifestamos esperanza o pesimismo, si nos hundimos frente a una dificultad o si, poniendo los ojos en Jesús, abrazamos la cruz con amor, derivamos aprendizajes y crecimiento con nuevas virtudes. Si en vez de estar criticando a los demás, estamos revisando la viga de nuestro ojo, en resumen, si estamos amando como nos enseña Jesucristo.
Dios es nuestro Padre quien nos mira con amor y misericordia deseándonos el mayor bien. Nos ofrece su ayuda para que podamos ver mejor las realidades de la vida, de nuestro corazón y de nuestros actos y omisiones. Nos envió a su Hijo, aunque sabía la ingratitud y maldad con las que sería tratado. Nos sigue hablando a través del Espíritu Santo por su Palabra, en la oración, los sacramentos, retiros, consejería espiritual y el ejemplo de quienes dan testimonio de su amor.
Con la mirada de Dios, podemos sanarnos interiormente, ver con profundidad la realidad de nuestra alma; Él constantemente nos llama a la conversión para que aprovechemos la gracia y disfrutemos sus múltiples dones.
En las lecturas de hoy*, Dios envía a Samuel a ungir como rey a un hijo de Jesé y Samuel guiándose por las apariencias iba a escoger al más alto, pero el Espíritu Santo lo fue guiando y le indicó que David era el escogido; era alguien sencillo, pastor de ovejas, abierto a la escucha de Dios. Al ser ungido: “invadió a David el espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante”. David pecó muchas veces, pero regresaba a Dios con corazón contrito y arrepentido, queriendo recuperar la gracia de Dios: “El Señor es mi pastor y nada me falta …Tu bondad y misericordia me acompañan todos los días mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término”.
En el evangelio Jesús sana a un ciego de nacimiento. Todos somos un poco ciegos ante nuestras realidades espirituales. Nos recomienda San Pablo: “Caminad como hijos de la luz –toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz–, buscando lo que agrada al Señor”.
Aprovechemos esta cuaresma para vernos con mayor claridad en nuestras realidades internas con la mirada de Dios, arrepentirnos, confesarnos y transformarnos; así, con gratitud podamos como el ciego, verlo, reconocerlo como nuestro Señor, postrarnos ante ÉL y vivir bajo su luz.
*Sam 16, 1b.6-7.10-13ª; Sal 22, 1-3ª.3b-4.5.6; Ef5, 814; Jn 9, 1.6-9.17.34-38