Ante tantas situaciones complejas como las que vivimos de guerras, amenazas, antivalores que se incorporan en la cultura que ponen en peligro la integridad de la persona y de la familia, necesitamos una iluminación de conciencias de manera individual y colectiva para que puedan producirse verdaderos cambios que surjan desde el interior de nosotros y se traduzcan en transformaciones de las realidades que vamos construyendo.

Requerimos ver con mayor claridad nuestras intenciones, deseos, pensamientos, sentimientos, lo que nos mueve a actuar, nuestras omisiones, los comportamientos que nos acercan o alejan de Dios. Es súper clave buscar la verdad, el bien, la bondad, revisar los mandamientos y tener espacios de tiempo de soledad y silencio para conectarnos con Dios y con nuestro interior. Dios nos conoce a niveles más profundos y nos ayuda a ver mejor nuestras conciencias para convertirnos, arrepentirnos, pedir perdón y transformarnos. La oración, la meditación de la Palabra de Dios, el examen de conciencia frecuente, el sacramento de la penitencia y de la reconciliación nos ayudan a avanzar.

En el evangelio de hoy *nos relatan que llevaron a una mujer adúltera a la presencia de Jesús, con la intención de ponerlo en aprietos. Le dicen que ella fue sorprendida en adulterio y que la ley prescribía que había que apedrearla hasta hacerla morir. Jesús con serenidad se queda escribiendo en el suelo y les dice: “Aquel que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Se les iluminó la conciencia a los acusadores y pudieron ver su propia iniquidad y eso llevó a que se fueran retirando primero los mayores, luego los más jóvenes.

Jesús lleno de misericordia le dice: “Yo tampoco te condeno, vete y no peques más”. Ese encuentro con Jesús llena el corazón de gratitud, gozo y amor con deseos profundos de cambiar de vida. Dice San Pablo que esa unión con Cristo es lo más valioso, conocerlo, ser conscientes de su resurrección, unirse en el sufrimiento con la esperanza de compartir con Él el cielo. La persona, si tiene humildad, ve el contraste entre la santidad de Dios y la iniquidad de nuestra humanidad y descubre que sólo con la ayuda de la gracia puede seguir el camino hacia Dios.

Aprovechemos el tiempo de Cuaresma, la Semana Santa y cada momento de nuestra vida, para dejar de estarnos justificando a nosotros mismos y señalando y culpando a los demás de lo que sucede, sino que asumamos un papel proactivo en la apertura a Dios y al cambio que requerimos para iluminar nuestras conciencias unidos a Jesús en su pasión, muerte y resurrección, experimentando nuestra redención y comprometiéndonos a transformar el mundo en su justicia, paz y amor.

*Is 43, 16-21; Sal 125; Fil 3, 7-14; Jn 8, 1-11

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