Podemos decidir tener una vida superficial y quedarnos en las orillas buscando solo el bienestar o podemos profundizar en el sentido de la vida de la mano de Jesucristo y, en su nombre, atrevernos a remar mar adentro, ir a lo profundo de nuestro ser y de las realidades, para ser sus instrumentos para la pesca abundante en beneficio de los demás.

Las lecturas de hoy* nos muestran que personas pecadoras como Isaías, Pedro, demás apóstoles son llamados a ser testigos del amor de Dios; logran grandes transformaciones personales y comunitarias cuando le abrieron el corazón a Dios y obedecieron su Palabra.

Isaías, después de recibir el perdón de sus pecados se convierte en instrumento eficaz en las manos de Dios; afirma: “Dios es santo, es el Señor del universo, la tierra está llena de su gloria”; cuando Dios preguntó: “¿a quién mandaré?” se atrevió a contestarle: “Aquí estoy, mándame”.

El evangelio nos relata cómo los discípulos después de una faena toda la noche en la que la pesca fue nula, cuando obedecen a Jesús y se dejan conducir por Él, tienen una pesca abundante. Allí los invita a volverse pescadores de hombres para el Reino de Dios. Ya no tenían que temer sobre su naturaleza pecadora y sus pocas cualidades para hacerlo, porque les llena la confianza de que con Jesús en la barca pueden lograr todo el bien posible.

Esa confianza la podemos seguir teniendo nosotros. Afirma San Pablo que Jesús resucitó, se manifestó a los apóstoles, más de 500 personas pudieron verlo con sus ojos, también él mismo quien antes perseguía a los cristianos. Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre, sigue vivo y reinando en la vida de tantas personas que se abren a la gracia de Dios, quienes lo expresan viviendo el bien y sirviendo a los demás con la fuerza y el poder del Espíritu Santo.

Vemos cómo la sociedad a medida que se aleja de Dios pierde su rumbo, deja de cosechar bienes y su pesca se vuelve nula y se deja llevar por la cultura de la muerte y del pecado. En cambio, si permitimos que Jesús suba a nuestra barca, cada realidad adquiere sentido, se llena de bienes nuestra vida, especialmente bienes espirituales que enriquecen nuestra existencia, empezamos a experimentar los frutos del Espíritu Santo: gozo, alegría, paz, fe, mansedumbre, modestia, castidad, paciencia, bondad y mucho amor.

A Dios no lo podemos relegar de nuestras realidades cotidianas. Rememos mar adentro unidos a la Iglesia, donde recibimos su perdón, su Palabra, su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, para que una vez esté en nuestra barca, podamos transformar nuestras realidades internas y compartirlo con los demás en cada uno de los ámbitos de nuestra vida.

*Is 6, 1-2ª.3-8; Sal 137; Cor 15, 1-11; Lc 5, 1-11

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *