Las lecturas* nos hablan del final de los tiempos preparándonos para la fiesta de Jesucristo, Rey del universo. 

Jesús nos enseña a estar siempre preparados para su venida en el diario vivir, también para cuando nos toque el turno de partir al cielo o por su regreso definitivo. ¿Pero cómo prepararnos para el encuentro con Él si no tenemos fe?

La humildad es la virtud más necesaria para poder abrirnos y pedirle a Dios la fe, la gracia, los dones del Espíritu Santo, los méritos ganados por Nuestro Señor Jesucristo para nuestra salvación. Nuestra arrogancia, prepotencia o soberbia pueden hacernos perder de esos valiosos regalos de Dios.

Dice el catecismo en el numeral 679 que Cristo es el Señor de la vida eterna y es quien tiene el derecho de juzgarnos, es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga a sí mismo y puede condenarse eternamente por rechazar el Espíritu de Amor. 

La humildad es reconocernos criaturas en las manos de Dios. Es ser conscientes que todo es don de Dios. Que todo lo bueno viene de Él. Nosotros somos administradores de su gracia. La soberbia es creer que somos dueños de nosotros mismos, que podemos ser buenos sin necesidad de Dios, desobedeciendo sus leyes, apartándonos de la comunión con Él.  El enemigo de Dios aprovecha esa soberbia para engrandecer el ego con aparentes logros que nos pueden hacer creer que no necesitamos a Dios y puede ir poco a poco llenándonos de la cultura del relativismo para irnos conduciendo por el camino de la perdición. 

La humildad nos abre a la sabiduría de Dios que nos invita a ordenar nuestra vida hacia Él. Nos hace dóciles a sus leyes, a su Palabra, a su Amor. La humildad nos abre los horizontes de la felicidad, nos ayuda a pedir perdón, a estar en actitud de aprendizaje permanente y de búsqueda de la verdad, nos lleva a ser agradecidos por tantos dones que hemos recibido y nos permite experimentar algunos gozos del cielo desde nuestra vida mortal.

El más humilde ha sido el mismo Dios, al despojarse de todo y hacerse uno más entre los hombres en Jesucristo, quien fue manso y humilde de corazón, sirvió a los demás y ofreció su vida en la cruz para redimirnos. María, nuestra Madre, fue llamada por el ángel Gabriel como la llena de gracia y en su oración del Magníficat expresa su humildad frente a la grandeza de Dios. Esta es su gran virtud, siempre vacía de ella misma y llena de la gracia de Dios. 

Santa Teresa de Jesús decía que vivir en humildad es vivir en la verdad. Somos pequeños y nuestra grandeza radica en aceptar que somos hijos de Dios. Sólo con Él podemos conquistar la paz, la libertad interior, la justicia, la sabiduría, la fortaleza, la felicidad, el amor y todos los bienes. 

*Dn 12, 1-3; Sal 15; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32

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