Seguimos de fiesta celebrando la resurrección de Jesús, en medio de las vicisitudes de la vida,  y hoy nos dice en su Palabra cómo reconoce si le amamos: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos”. 

Como dice el refrán: “Obras son amores y no buenas razones”. Si amamos a Dios, el efecto natural  sería vivir de acuerdo a sus enseñanzas y no la autojustificación de comportamientos que no tienen que ver con su Palabra. Para contrarrestar la fuerza que tiene el espíritu mundano que justifica tantas cosas contrarias a los mandamientos, Jesús nos anima a abrirnos al Espíritu Santo a través de la oración y los Sacramentos: “Yo le rogaré al Padre y él les enviará otro Consolador que esté siempre con ustedes, el Espíritu de verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, sí lo conocen”. 

Esa es la gran responsabilidad del verdadero cristiano, ser testigo del amor de Dios cumpliendo por amor sus leyes, hacer las cosas siempre desde el corazón abierto al Espíritu Santo, para que sus acciones estén fundamentadas en el bien, el amor, la verdad, la integridad, reconociendo que si se aleja de Dios, sus propias necesidades y el espíritu del mundo le pueden esclavizar, volviéndolo miope frente a la realidad sobrenatural sobre su propio bien y el de los demás. 

El Espíritu Santo libera el corazón de las necesidades que nos autocreamos dejándolo libre para el amor y eso nos compromete con el mundo de justicia, paz y amor que Jesucristo vino a instaurar en medio de nosotros. 

En la segunda lectura vemos cómo una comunidad después de aceptar la Palabra de Dios, necesitó ser confirmada por el Espíritu Santo. A veces podemos creer que ya somos cristianos porque aceptamos las generalidades de nuestra fe, pero nos apartamos de la Iglesia y de sus Sacramentos, porque no hemos comprendido que Jesucristo está ahí verdaderamente en medio de nosotros, a través del Espíritu Santo confirmándonos con su amor y uniéndonos a Dios Padre. 

Si de veras comprendiéramos la grandeza de nuestra fe, seguiríamos el ejemplo de María, dócil al Espíritu Santo, vacía de sí misma, llena de Dios, que acepta los gozos y las tristezas, porque comprende que su Hijo vino a traer Luz a un mundo sumido en las tinieblas para llevarnos con Él a participar de la gloria de su resurrección. Si también la amamos a ella, ella nos lleva a su Hijo Jesús, haciéndonos comprender, desde el corazón y el alma, el sentido de nuestras vidas.

Que gran promesa nos hace Jesús: “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama. Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él”.

Hch 8, 5-8. 14-17; Sal 65;  Pe 3, 15-18; Jn 14, 15-21

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